Arturo Martínez Galindo fue un escritor hondureño nacido en Tegucigalpa, estudiante de Derecho. De él, acabo de leer Cuentos Completos (Edición Oscar Acosta), a pesar de no leer tanta literatura hondureña creo que podría decir que es de los mejores que he leído de Honduras.
Con ellos, Arturo Martínez Galindo construyó uno de los universos narrativos de mayor consistencia artística existentes en Honduras y el cual se caracteriza por una visión dura y descarnarnada –sin eufemismos posibles– de la realidad.- Helen Umaña
Aquí uno de los cuentos, les dejo éste por su corto tamaño, ya que lo tengo que copiar desde el libro.
Una historia cualquiera
I
Nos conocíamos desde niños. Yo la había amado allá por los albores de mi adolescencia, cuando todavía jugabamos al escondite o correteabamos tras las mariposas. Me enloquecían sus grandes ojos y sus rizos castaños. Recuerdo una mañanita azul en que ella me regaló un magnífico botón de rosas tanto como los bombones. Por muchos años durmieron los pétalos marchitos de aquella flor entre las páginas de un mi libro de leyendas de cuando las hadas salían de aventuras por los caminos.
Julia nunca supo de mi amor, porque a los diez años estas cosas no pueden decirse. Pero evoco una tarde lejana en que me pareció que comprendía.
Era en el viejo huerto donde solíamos jugar; ella corría agitada y yo pugnaba en vano por darle alcance; de pronto, la ví tropezar y caer; se hizo mucho daño y las lágrimas quisieron humedecer sus ojos; yo, no sabiendo qué hacer,la estreché fuertemente entre mis brazos; ella se me quedó mirando con fijeza y ya no lloró. Creí entonces que mis abrazos tenían un gran poder consolador y, con los años, he confirmado esta creencia.
Julia fue muy precoz y esta precocidad me la robó. Ya a los quince años usaba tacones altos, poníase brillantina en los párpados, bailaba al tango y el fox-trot y se dejaba decir. Yo apenas era por esos tiempos un ávido estudiante del Instituto. El recuerdo de Julia me traía, de vez en vez, cierta tristeza, una cruel sensación de algo perdido, un vago perfume como el de los pétalos marchitos que conservé por muchos años en mi viejo libro de leyendas. Pero hasta éste fue apagándoseme día tras día, porque nada hay como el tiempo para dejarnos vacío el corazón.
II
Cuando abandoné la Universidad la volví a encontrar. Fue en el salón de baile de un club socal aristocrático; la invité y nos instalamos frente a una minúscula mesa de mimbres, propicia a la intimidad. Al evocar nuestros primeros juegos y nuestras risas, nos pusimos tristes, porque hace daño al alma recordar los buenos tiempos que se han ido. Yo busqué, en aquella mujercita de veintiún años, algo de la chica lejana que hizo vibrar intensamente la cuerda de oro de mi corazón.
Nada encontré. Julia habíase mustiado en el ambiente impropicio de los soireés de los teatros; me pareció vencida...
De no haber tenido en mí la imagen de una muñeca de bucles castaños, con mucho asombro en los ojos y mucha verdad en el rubor, me habría entusiasmado esta nueva Julia que me invitaba con su aliento de mentas y anís; el cansancio qe adormecía sus ojos le venía muy bien; había una suerte de desilución en sus gestos, muy chic, y , en toda ella, un desfallecimiento disimulado pero cruel.
Julia debió encontrarme muy otro. Mi rudo empeño por desigualarme me había enfermado de libros y llenado de vacío. A la edad en que otros van yo venía. Una sed infinita de ser me empujaba, pero un asco invencible por todo lo que es me retenía; luchaba en mí la ambición terrena y el divino desprecio por las glorias humanas. Pensé muchas veces: lo quiero todo; pero me interrogué en seguida: ¿para qué?
Y al través de todos mis vuelos y en medio de todas mis luchas, mi escepticismo entrevió la ironía de esta incógnita, el contorno burlesco de esta pregunta: ¿para qué? Pero por sobre esta nulidad a que me hubieran reducido las fuerzas iguales que luchaban y se destruían en mí, mi orgullo, mi magnífico orgullo me obligaba a subir. No me estimulaba un ansia de cumbre, sino un miedo de tierras bajas, un asco de montón, una vehemencia de no convivir y de sentirme solo. ¡Ah! ¡Cómo odiaba este concepto: los demás! Y me regocijaba porque tenía el convencimiento de ir muy alto, no como el que conquista porque tiene ambición, sino como el que se aleja porque tiene orgullo. El orgullo es un exquisito miedo de contacto, una noble hambre de soledad.
Aunque Julia estaba cansada del flirt ligero de los salones, debió sentirse irritada ante mi sequedad. Yo, a mi vez, protesté en mi interior de esta figulina, interesante para una aventura, pero en la que no podría encontrar a la nena, gárrula y traviesa, que perdí al disiparse la nubecilla de mi primera ilusión.
Era ya muy tarde. La música, las flores y el champagne ponían en las almas una nota de artificiosa alegría. Como languidecía la charla, metí los ojos en las parejas que danzaban. Julia de espaldas al regocijo, parecía rencorosa en su silencio. Pronto me olvidé de ella porque el torbellino de fox-trot que se arremolinaba en el local distraía mi atención y no hube de atender a su presencia hasta que ella se puso de pie y mientras se arrebujaba en sus pieles, me dijo con la mayor indiferencia:
-Las tres de la mañana... ¿Te quedás?
Me incorporé; ceremoniosamente le tendí mi mano y respondí:
-Me ha complacido conocerte.
Dudó un momento, luego comprendió y murmuró vengativa:
-Tú también me has parecido un extraño...
La ví reunirse a los suyos y en seguida perderse en la escalinata.
Febrero de 1925.
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