Nunca escribí nada de los Detectives Salvajes cuando lo leí... libro que tanto merece la pena, pero es que es dificil hablar de él, me encanta cómo describía todo México, me encantaron las partes sexys, los poetas que todos eran distintos, la gran sorpresa al final, en fin, todo el libro me gustó. Aquí, una parte donde uno de los poetas del movimiento va a ver si le publican una antología que estaban preparando con los poetas "real visceralistas". Siempre recuerdo esta parte cuando he ido a las entrevistas de trabajo..
Dos días después apareció Arturo Belano por la editorial. Iba vestido con
una chaqueta de mezclilla y con bluejeans. La chaqueta tenía algunas roturas sin
parchear en los brazos y en el costado izquierdo, como si alguien hubiera estado
jugando a ensartarle flechas o lanzazos. Los pantalones, bueno, si se los hubiera
sacado se habrían mantenido de pie solos. Iba calzado con unas zapatillas de
gimnasia que daba miedo sólo verlas. Tenía el pelo largo hasta los hombros y
seguramente siempre había sido flaco pero ahora lo parecía más. Parecía que
llevaba varios días sin dormir. Vaya, hombre, pensé, qué desastre. Por lo menos
daba la impresión de que se había duchado esa mañana. Así que le dije: veamos,
señor Belano, esa antología que usted ha hecho. Y él dijo: ya se la he dado a
Vargas Pardo. Mal empezamos, pensé.
Cogí el teléfono y le dije a mi secretaria que viniera Vargas Pardo a mi
despacho. Durante unos segundos ninguno de los dos hablamos. Carajo, si
Vargas Pardo tardaba un poco más en aparecer el joven poeta se me iba a quedar
dormido. Eso sí, no parecía maricón. Para matar el tiempo le expliqué que los
libros de poesía, ya se sabe, se publican muchos pero se venden pocos. Sí, dijo
él, se publican muchos. Por Dios, parecía un zombi. Por un momento me pregunté
si no estaría drogado, ¿pero cómo saberlo? Bueno, le dije, ¿y le costó mucho
hacer su antología de poesía latinoamericana? No, dijo él, son todos amigos. Qué
cara. Así pues, dije yo, no habrá problemas de derechos de autor, usted tiene los
permisos. Él se rió. Es decir, permítanme que lo explique, torció la boca o curvó
los labios o mostró unos dientes amarillentos y emitió un sonido. Juro que su risa
me erizó los pelos. ¿Cómo explicarla? ¿Como una risa que sale de ultratumba?
¿Como esas risas que a veces uno escucha cuando camina por el pasillo desierto
de un hospital? Algo así. Y después, después de la risa, parecía que íbamos a
volver a sumirnos en el silencio, esos silencios embarazosos entre personas que
se acaban de conocer, o entre un editor y un zombi, para el caso es lo mismo,
pero yo lo último que deseaba era verme atrapado otra vez en ese silencio, así
que seguí hablando, hablé de su país de origen, Chile, de mi revista en donde él
había publicado alguna reseña literaria, de lo difícil que resultaba a veces sacarse
de encima un stock de libros de poesía. Y Vargas Pardo no aparecía (¡estaría
colgado del teléfono dándole a la lengua con otro poeta!). Y entonces, justo
entonces, tuve una suerte de iluminación. O de presentimiento. Supe que era
mejor no publicar esa antología. Supe que era mejor no publicar nada de ese
poeta. Que se fuera a la mierda Vargas Pardo y sus ideas geniales. Si había otras
editoriales interesadas, pues que la publicaran ellos, yo no, yo supe, en ese
segundo de lucidez, que publicar un libro de ese tipo me iba a traer mala suerte,
que tener a ese tipo sentado frente a mí en mi oficina, mirándome con esos ojos
vacíos, a punto de quedarse dormido, me iba a traer mala suerte, que
probablemente la mala suerte ya estaba planeando sobre el tejado de mi editorial
como un cuervo apestado o como un avión de Aerolíneas Mexicanas destinado a
estrellarse contra el edificio en donde estaban mis oficinas.
Dos días después apareció Arturo Belano por la editorial. Iba vestido con
una chaqueta de mezclilla y con bluejeans. La chaqueta tenía algunas roturas sin
parchear en los brazos y en el costado izquierdo, como si alguien hubiera estado
jugando a ensartarle flechas o lanzazos. Los pantalones, bueno, si se los hubiera
sacado se habrían mantenido de pie solos. Iba calzado con unas zapatillas de
gimnasia que daba miedo sólo verlas. Tenía el pelo largo hasta los hombros y
seguramente siempre había sido flaco pero ahora lo parecía más. Parecía que
llevaba varios días sin dormir. Vaya, hombre, pensé, qué desastre. Por lo menos
daba la impresión de que se había duchado esa mañana. Así que le dije: veamos,
señor Belano, esa antología que usted ha hecho. Y él dijo: ya se la he dado a
Vargas Pardo. Mal empezamos, pensé.
Cogí el teléfono y le dije a mi secretaria que viniera Vargas Pardo a mi
despacho. Durante unos segundos ninguno de los dos hablamos. Carajo, si
Vargas Pardo tardaba un poco más en aparecer el joven poeta se me iba a quedar
dormido. Eso sí, no parecía maricón. Para matar el tiempo le expliqué que los
libros de poesía, ya se sabe, se publican muchos pero se venden pocos. Sí, dijo
él, se publican muchos. Por Dios, parecía un zombi. Por un momento me pregunté
si no estaría drogado, ¿pero cómo saberlo? Bueno, le dije, ¿y le costó mucho
hacer su antología de poesía latinoamericana? No, dijo él, son todos amigos. Qué
cara. Así pues, dije yo, no habrá problemas de derechos de autor, usted tiene los
permisos. Él se rió. Es decir, permítanme que lo explique, torció la boca o curvó
los labios o mostró unos dientes amarillentos y emitió un sonido. Juro que su risa
me erizó los pelos. ¿Cómo explicarla? ¿Como una risa que sale de ultratumba?
¿Como esas risas que a veces uno escucha cuando camina por el pasillo desierto
de un hospital? Algo así. Y después, después de la risa, parecía que íbamos a
volver a sumirnos en el silencio, esos silencios embarazosos entre personas que
se acaban de conocer, o entre un editor y un zombi, para el caso es lo mismo,
pero yo lo último que deseaba era verme atrapado otra vez en ese silencio, así
que seguí hablando, hablé de su país de origen, Chile, de mi revista en donde él
había publicado alguna reseña literaria, de lo difícil que resultaba a veces sacarse
de encima un stock de libros de poesía. Y Vargas Pardo no aparecía (¡estaría
colgado del teléfono dándole a la lengua con otro poeta!). Y entonces, justo
entonces, tuve una suerte de iluminación. O de presentimiento. Supe que era
mejor no publicar esa antología. Supe que era mejor no publicar nada de ese
poeta. Que se fuera a la mierda Vargas Pardo y sus ideas geniales. Si había otras
editoriales interesadas, pues que la publicaran ellos, yo no, yo supe, en ese
segundo de lucidez, que publicar un libro de ese tipo me iba a traer mala suerte,
que tener a ese tipo sentado frente a mí en mi oficina, mirándome con esos ojos
vacíos, a punto de quedarse dormido, me iba a traer mala suerte, que
probablemente la mala suerte ya estaba planeando sobre el tejado de mi editorial
como un cuervo apestado o como un avión de Aerolíneas Mexicanas destinado a
estrellarse contra el edificio en donde estaban mis oficinas.
Fragmento de Los Detectives Salvajes - Roberto Bolaño
2 comentarios:
"Dónde un amigo, dónde un amigo Bolaño para mí..." Un amigo García Madero no estaría mal tampoco, y una María... jaja ñee
sí ñeeeeee, aunque García Madero es cierto... jaja
Publicar un comentario